FOTOGRAFÍAS
(Del libro "Historias Blancas, sobre el Rojo Profundo" / Víctor José Stilp Piccotte / ISBN 978-987-4186-35-5 / Prohibida su reproducción, por cualquier medio, sin la autorización por escrito del autor)
Séptima hora de la tarde.
Fin de una jornada desapacible en la ciudad.
El viento
frío, perenne e indiferente, continúa su paso sobre el cauce de La Explanada.
Introducción…
Al mismo tiempo que la Confitería recompone a las historias en
poética, su interior muestra el idilio con la Villa Antarell de antaño.
Los murales, en sus paramentos internos, recrean los históricos sucesos en los que
el General Reutter, con una sola mano, acabó con la prepotencia de un caudillo
supuestamente federal.
Ajena a mis pensamientos revisionistas la taza de té deja
escapar su calor, impertérrita ante la historia y la poética; esencialmente
displicente con los históricos recuerdos de la Villa. En definitiva, la taza es
la única que conduce hasta mi boca el sabor rojo profundo que sirve de prólogo a
la experiencia.
Conjugándose con el momento la puerta de ingreso se abre
soslayando al placer en mi boca.
Una mujer camina hacia la mesa y al pasar
frente al lugar donde se encuentran los asistentes aparenta controlar, si tal
como previamente fue pactado, no existen cámaras fotográficas o de video.
Saluda
cordialmente a mis asistentes y al llegar al booth, antes de ubicarse al lado de
la ventana, opta por darme un beso en la mejilla.
–¿Amado Río de la Vagitrante? –pregunta, para confirmar si la persona que ha saludado es el director del
proyecto.
–¡Sí! –consiento–. Le agradezco que haya aceptado nuestra invitación
–agrego, correspondiendo a su deferencia.
La mujer se incorpora, se quita el
abrigo y me observa con suficiencia; luego dibuja una sonrisa y solicita a mis
asistentes que se distancien.
–¡Por favor! –reclama, luego dice–: Me sentiré más
tranquila si es usted el único que escucha mi historia.
–¡Está bien! –confirmo–.
Los asistentes sólo aguardaban su presencia; saben que deben distanciarse
–mientras levanto la mano derecha, señal inequívoca para que se ubiquen en el
extremo opuesto de la Confitería.
La mujer vuelve a incorporarse y reacomoda su
abrigo.
No es alta, aunque sobre sus zapatos con plataforma parece contradecir
mi valoración; porque armónica en sus proporciones, al moverse juega con las
curvas de su cuerpo, alejándose del clásico estereotipo moderno y argentino.
Viste un jean azul elastizado, una camisa blanca con vual que cae libre sobre su
pantalón, y antes de volver a sentarse gira su cuerpo y redime sus curvas en la
cintura, pequeña y ceñida por un cinturón de tela del mismo color del pantalón;
el cual intenta apresarla en un bosquejo hechicero.
La mujer, no cabe duda
alguna, se exterioriza sugerente, provocativa, y envidiablemente determinada.
–¡Por favor! –expresa, con la misma suficiencia que ha utilizado para pedir el
alejamiento de los asistentes–. Espero que no haya colocado aparatos ocultos.
–¡No debe preocuparse! –contesto, tratando de serenar sus impulsos–. Tal como
acordamos, y usted puede corroborarlo, no hay cámaras en la Confitería.
–¡Gracias! –consiente, y comienza su relato sin interrupciones, durante setenta
minutos; cohabitando su aureola de femineidad con el halo que invade la planta
baja del Hotel.
Sumergiéndome, no sólo a mí, en el fulgor místico de sus ojos
celestes.
Como si se tratase de la extática revelación de una fémina erótica,
que trata de inducirnos, inexcusablemente perturbadora.
Claro, que como aseguran
dice la famosa frase: Agua que no has de beber…
Experiencia…
Me llamo Danille y
acabo de cumplir… Bueno… Cincuenta y tantos años.
La historia que voy a narrar,
o como usted desee llamarla, si bien incluye a otras personas, se circunscribe a
mi persona, y a otras dos, mi esposo Anael y su hermano Linel.
Aconteció en el
pueblo donde nacimos, un pequeño municipio del departamento que porta el nombre
de Yacente.
Seguro que usted lo ha visitado alguna vez.
En ese lugar me casé; en
realidad, fui obligada a hacerlo luego de quedar embarazada.
Había cumplido
dieciséis años, y producto de una impulsiva unión sexual en el salón de deportes
de la escuela secundaria, otra vida comenzó a latir en mi interior.
Por supuesto
que Anael, por entonces mi novio, o compañero novio; no intuyó, tampoco yo, lo
que sobrevendría luego de ese encuentro.
Lo cierto fue que cuando accedí a hacer
lo que Anael consideraba indispensable para consolidar nuestra situación
sentimental, creí participar del descubrimiento del placer. Esa cosa prohibida
que debíamos alejar de nuestros cuerpos, y de la que tanto cuchicheaban las
monjas en el Instituto.
Algo prohibido que transgredía, como un maléfico
éxtasis, la necesidad de evitar la tentación del opuesto a Dios.
Ignorante de
esa infecunda teología, o del Hado del destino, o vaya a saber uno de qué; sin
sospechar que había quedado embarazada, mi adolescencia intentó, como si nada,
continuar con la monótona vida de Yacente.
Día tras día, todos los días.
Después
de esa primera vez, aislada del pensamiento hedonista de Anael, y convencida de
la maquiavélica intención de las monjas de la escuela; persistía en mí el sueño
de gozar con los encantos que, como cualquier mujer, debía disfrutar.
Claro que,
y esto no lo dije antes, en esa primera y única relación de mi corta vida, nada
de lo que debía disfrutar había acontecido. Por el contrario, esa primera vez
mis labios no tocaron los de Anael, y mucho menos fueron sus manos las que
acariciaron mi cuerpo.
Nada sumió al mío en la pasión.
Nada de nada, en la nada
de la nada; tal como suceden los días en Yacente.
Me sentía insatisfecha al
recordar lo que había pasado en el salón de deportes de la escuela; también
molesta, quejosa, alterada, y desesperada porque no sabía por qué, cuál era el
motivo. Indiferente a lo que pensaba, Anael continuaba cortejándome con mayor
desesperación, sin adagios ni aforismos.
–¡Lo hacemos una vez más, Ani! ¡Dale!
–imploraba.
–¡No! –contestaba, moviendo negativamente mi cabeza.
Anael callaba,
y tratando de no avivar un mayor rechazo me abrazaba. Nuevos días pasaron.
–¡Boluda! –exclamó Liana cuando se lo conté–. ¿Estuviste con mi hermano en el
salón…? y lo hicieron?
–¡Sí! –fue mi respuesta.
–¡Boluda de mierda! No me digas
que el pelotudo de mi hermano no se puso un forro –replicó.
La frase de mi amiga
no me molestó en ese momento, mucho menos ahora, dado que sigue siendo común en
su vocabulario.
Pero la intriga por la palabra forro me obligó a recapacitar.
–¡No sé! –fundamenté como respuesta–. Anael lo hizo, pero no sé si se puso eso…
Estaba tan desesperado que no vi nada. Sólo sentí… Algo… Como cuando te doblás
un dedo; pero fue todo tan rápido que… Bueno… Qué sé yo. Cuando intenté decirle
a Anael que no sentía nada, salió corriendo y me dejó sentada sobre el banco de
ejercicios. Me bajé como pude y corrí hasta el baño. Ahí sí que me asusté cuando
vi la mancha de sangre.
–¿Mancha de…? De qué mancha hablás?
–¡MI bombacha tenía
una mancha de sangre!
–¿Estás con el mes?
–¡No, todavía me falta para que venga!
–¡Qué flor de pelotudo mi hermano! –exclamó Liana–. El boludo no pensó… ¡Qué
mierda va a pensar! ¡Qué… la primera vez marcaría tu vida!
–¿Marcaría mi vida…?
la primera vez? –pregunté, sin comprender el sentido de la pregunta.
Aunque
Liana no la escuchó; o simplemente me ignoró.
Sólo recuerdo que continuó
mascullando en voz alta.
Avergonzada, y sin prestar oído a otro de sus gritos o
insultos, me marché dejando sola a mi amiga.
Mientras caminaba hasta mi casa
reflexionaba sobre sus palabras; imaginé que la sangre había asustado a Anael, y
que por eso había salido corriendo.
Pero no encontré ningún justificativo.
Al
día siguiente comprobé que la ausencia de un justificativo era la nada del
motivo.
Porque mi novio, o compañero novio, le había contado lo sucedido a cada
uno de sus amigos, y también a su hermano Linel.
Por supuesto, agregando
condimentos que resultaban inexistentes.
Nunca intenté averiguar qué cosas dijo
Anael, o qué imaginaron sus amigos; o qué pensó Linel cuando escuchó a su
hermano.
En definitiva, a pesar de haber revelado lo sucedido entre nosotros,
nada me importaba lo que pensaran porque mi corazón palpitaba por Anael.
Dos
meses pasaron.
Suficiente tiempo para Anael y su desesperación, implorando por
un nuevo sí.
Por supuesto, sin que nada de lo que a mí me preocupaba le
importara.
Hasta que sucedió lo inesperado.
Ocurrió una mañana gris en la que me
vi obligada a correr hacia el baño; la profesora de historia me dio permiso pero
sólo pude caminar, nerviosa y preocupada.
Una vez en el baño, vomité. Pero no
fue esto lo que me asustó, sino la extraña convulsión que me conmovía.
Alarmada
por lo que me sucedía me dirigí a la dirección y con el permiso de la rectora
regresé a mi casa.
Mamá se preocupó al verme llegar; pero inmediatamente se
convenció de que una comida me había caído mal y, que, por ese motivo, era
necesario que reposara durante el resto del día. Para conjurar el mal, preparó
una taza con té de ruda que tomé a regañadientes.
Aunque, no sé si por efecto
del té, o por otro motivo desconocido, dormí hasta el comienzo del nuevo día.
A
la mañana siguiente, cuando ingresé en la escuela Anael se acercó.
No me
preguntó qué me había pasado, sólo mostró su impaciencia para obtener una
respuesta positiva a su pedido.
Lo saludé, pero no quise su compañía.
La
convulsión del día anterior me perturbaba, y la cercanía de Anael resultaba
desagradable.
Esa mañana, que no era gris, los vómitos se ausentaron.
Incluso
desaparecieron en el transcurrir de la siguiente mañana, y también durante las
mañanas de los días consecuentes.
Hasta que otros síntomas revivieron la
convulsión inicial.
Primero fueron las jaquecas y, después, distintos malestares
estomacales que se intensificaron al comienzo del tercer mes.
En ese momento, la
profesora de historia, comprensiblemente metida, dio el grito de alerta y llamó
a mi madre:
–Señora, debe llevar a Danille al Sanatorio Sierras; creo que es
necesario que le hagan unos análisis –indicó, disipada en su experiencia–. Usted
sabrá perdonarme, pero también soy madre además de profesora. Es mi deber velar
por la salud de las alumnas.
Mamá se asustó al escucharla.
No dudó en llevarme
hasta el Sanatorio presumiendo una anemia de origen desconocido.
Al finalizar su
revisión el médico ordenó una serie de estudios.
–¡La salud de su hija está
perfecta! –dijo dos días después, al ver los resultados; tranquilizando el alma
de mi madre–. ¡También la evolución del feto! –agregó irónicamente, al saber que
revelaba mi oculto secreto–. Voy a recetarle unas inyecciones de hierro para que
compense la anemia. Pero no se asuste, ¡es normal!
Mamá se desmayó, y el irónico
médico no tuvo otra que llamar a mi padre.
–¿Quién fue el desgraciado que te lo
hizo…? Danille? –gritó papá al llegar al consultorio, sumiendo en su
desesperación a todas las preguntas.
–¡Anael! ¿Quién va a ser, papá? –contesté,
glorificada en la inocencia–. ¡Pero sólo lo hicimos una vez, papá! ¡Sólo una!
La
cachetada repercutió en todo el cuerpo, aunque fue en el rostro donde se asentó.
Caí de bruces sobre el piso, y desperté una hora después, acostada en la cama de
una de las habitaciones del Sanatorio. Estaba conectada a un frasco de vidrio; y
los pequeños caños transparentes que lo unían a mi cuerpo, colgaban del alto
respaldar de la cama.
A mi lado, los padres de Anael y los míos.
Mi indolente
amante, con un ojo en compota, permanecía callado en el extremo opuesto de la
habitación.
Cuatro meses después mi vientre se evangelizó al transformarse en un
balón de fútbol.
Ese fue el momento en que nuestros padres decidieron que era
absolutamente necesario convalidar el Sacramento del Matrimonio.
Porque
resultaba ineludible evitar la ira de Dios y, además, porque era necesario
anular los odiosos comentarios de vecinos y parientes.
Aunque en esa época, las
puertas de la realidad coadyuvaban admitiendo aires nuevos en la Iglesia.
–¡En
definitiva, las mujeres consiguen que a todos los hombres se le pare! –afirmó el
padre Pormo, orgulloso, durante la ceremonia religiosa–. A ustedes –dirigiéndose
a nosotros–, Dios los ha bendecido por no haber cometido la locura de un aborto
–feliz, ante la pasmada mirada de la feligresía presente.
Días después el cura
Pormo debió abandonar el pueblo.
El Obispo, junto a los representantes de las
prominentes familias del pueblo, lo consideraron un Ser Humano vil y pernicioso.
Danille y Anael permanecimos en Yacente.
Linel obtuvo una beca para continuar
sus estudios en Madrid, y hacia Europa partió.
La primera noche, después del
Sacramento conferido por Dios, quedamos solos. Anael con su traje gris,
alquilado, y yo mirándolo, con el vestido de novia blanco, también alquilado,
que protegía al balón de fútbol predispuesto para explotar.
En la casa regalada
nos quedamos solos.
Por primera vez.
En la casa ubicada en Yacente; en la misma
manzana y en el mismo barrio que nos había visto nacer. –¡Así estarán
acompañados! –fue la frase de nuestros padres al entregarnos las llaves.
Solos,
en la casa regalada, nos quedamos mirándonos; pero sólo eso, nada más. Anael se
desnudó y yo lo miré, como había aconsejado Liana; me desnudé y Anael me miró,
como había anticipado Liana. Aunque la panza expansionada, y naturalmente tensa,
exorcizó todo deseo.
Anael se durmió; lo tapé y me quedé a su lado, desnuda, con
la panza expansionada y naturalmente tensa; y así permanecí, escuchándolo roncar
durante una larga e interminable madrugada.
Nuevos, de los nuevos días pasaron.
Cada noche al acostarnos, nos desnudábamos en la casa regalada; y nos mirábamos,
pero nada más.
Decidimos que reeditaríamos el encuentro de la primera vez los
sábados por la noche.
Los días, entonces, se conjuraron en sueños con sábados
ardientes para Anael.
Para Danille, sólo la burbuja invisible que la ocultaba,
porque sólo estaba concebida para conformar a su esposo.
Cuando el primer hijo
nació, Anael tuvo que compartir su ensueño de sábados ardientes con el llanto de
Ian, las mamaderas, y el obligado cambio de pañales.
Para Danille, la pasional
aventura que no había vivenciado en el salón de deportes de la escuela
secundaria, se desvaneció en las noches de los sábados.
Todo formaba parte de
aquel recuerdo doloroso que, como dijo aquella vez Liana, había marcado mi vida
para siempre.
–Recuerda que Dios creó a la mujer para acompañar a su marido, y
para tener hijos –decía mamá, tratando de insuflarme su reprimida sabiduría
religiosa.
No sé si por el consejo de mi madre, o porque en definitiva era una
mujer en búsqueda del placer, permití que Anael abatiera su cuerpo en el mío
cada noche de sábado; mientras mi cuerpo se alejaba cada vez más del deseo.
La
vida continuó y llegaron otros dos hijos, gestados en la noche de alguno de esos
sábados.
Como Anael había conseguido ingresar en la fábrica de cemento que le
daba sustento al pueblo, la estabilidad laboral nos permitía gozar de un buen
pasar económico, y podíamos llevar adelante la crianza de los tres hijos.
Aunque
como usted podrá imaginar, señor Amado, el ideal virtual que revela mi relato
agotó la vida en común hasta su quiebre.
Ruptura que gestó el inicio de un nuevo
camino, el cual me fue revelado el día después del cumpleaños número cuarenta de
Anael.
–¿Qué pasó? –supongo, será su pregunta.
La respuesta es la causa de mi
presencia en este lugar.
Porque el día después del cumpleaños número cuarenta de
mi esposo, inicié una nueva etapa de peregrinación.
Romería que pude concretar
entre silencios, sinsentidos, y sacramentos vulnerados.
Como el día viernes
posterior a ese cumpleaños de mi esposo, fue uno de los más fríos del año, me
concentré en las tareas de la casa dispuesta para prepararle un almuerzo
especial.
Aunque Anael no se dignó en aparecer.
Al atardecer, cuando me
encontraba refugiada en el sillón grande del living de casa, al lado del hogar a
leña, esperando que Anael regresara de su trabajo, el sonido del timbre me
obligó a interrumpir la película que miraba por televisión.
Abrí la puerta y
allí estaba Liana. La invité a ingresar pero no quiso hacerlo, sólo me saludó, y
antes de retirarse dejó en mis manos un sobre de color marrón.
–Espero que
valores lo que hago –dijo, antes de que cerrara la puerta–. Tenés que dignificar
tu vida de una buena vez… ¡Boluda! –concluyó, con uno de sus habituales
epítetos.
Cerré la puerta, y aunque suene increíble, nada sobre la presencia o
las palabras de Liana generó intriga alguna.
Simplemente regresé hasta el
sillón, me estiré en él, y cubrí mis piernas con una manta de lana.
Después, con
tranquilidad abrí el sobre.
Para nada me perturbó observar las fotografías que
el mismo resguardaba.
Como dije antes, el matrimonio, resquebrajado por la
monotonía de tantos años de convivencia, y por la rutina de compartir
diariamente los mismos sabores, olores, y colores, había empequeñecido a la
pareja aislándonos como hombre y mujer.
No pocas veces, después del nacimiento
de nuestro tercer hijo, había imaginado que Anael tenía una amante; presunción
que desde el interior del sobre se manifestaba ante mis ojos.
Porque las
fotografías entregadas por Liana, revelaban el engaño de Anael con Lorei, su
secretaria, admitiendo mis conjeturas. Y si bien no me molestó comprobar la
infidelidad de Anael, sí me lastimó comprender, que más allá del engaño, esa
mujer lo satisfacía como yo no lo había podido hacer.
–Jamás concibió hacer
conmigo lo que hizo con ella –pensé, alimentando mi resistencia–. Anael confirma
que sólo sirvo para… Cuando y como él quiere.
No quise examinar nada más.
Las
fotografías corroboraban que luego de satisfacerlo durante tantos años, algo
había ocurrido para que se acostara con otra mujer.
–¡Qué cosa pasó! –grité,
empapando con suspiros mi esencia femenina.
Pero me contuve de exteriorizar
nuevos gritos porque en la planta alta estaban mis hijos, y no estaba preparada
para responder incómodas preguntas. Sólo volví a estirarme sobre el sillón,
protegida por la manta de lana, y por las llamas del hogar. Dejé caer al lado
del sillón el sobre, las fotografías, y pensé en reír, pero decidí que lo mejor
era continuar viendo la película. S
abía que no era conveniente enfrentar a
Anael, porque si lo hacía la familia quedaría desintegrada.
Era mil veces
preferible eternizar lo perpetuado en doce años de matrimonio, que devastar a
mis hijos.
Era preferible el beso de la mañana, y la mentira que el mismo
conllevaba; el beso de la noche y la cena de cada día.
Era preferible continuar
con la rutina sexual de los fines de semana; y el almuerzo de los domingos en la
casa de sus padres, o en la de mis padres.
Para reírme, sin reír.
Era preferible
soportar los aburridos e impetuosos espasmos de Anael, y sumir a mi cuerpo en
inenarrables silencios.
Porque nada justificaba develar la pléyade de ausencias
que representaban al vacío; ese vacío en el olvido de una mujer olvidada.
Me
había acostumbrado a la inexistencia de caricias; sin recorridos de manos, y sin
labios conjugándose en la piel.
Me había acostumbrado a verlo desnudo,
reflejándome desnuda en el espejo de la habitación; como un hombre y una mujer
desnudos en la soledad, simulando una infausta alegoría de la vida. Ese
desalmado sinónimo de la palabra siempre.
El frío día viernes en el que Liana
trajo la realidad a mi vida, decidí que era preferible callar.
Por ese motivo
dejé caer al piso el sobre y las fotografías, para concentrarme en las imágenes
del televisor. Una hora después, escuché la vibración del teléfono.
Contesté la
llamada.
–Voy a demorarme –dijo Anael–. Mis amigos organizaron un asado por el
cumpleaños –se excusó, confirmando su mentira–. Llegaré bastante tarde, no te
preocupes.
No le contesté.
Dejé el teléfono y aumenté el volumen del televisor.
La pantalla destacaba la hora nueve y cinco minutos.
Entonces volvió a retumbar
el timbre de la puerta principal.
Caminé hacia la puerta y cuando la abrí,
Bruno, mi sobrino, a la sazón el hijo mayor de Liana, se presentó:
–Perdón tía
Ani –articuló mi sobrenombre sin dar muchas explicaciones–. El tío nos trajo el
equipo de videojuegos, y quisiera que mis primos me acompañen.
–¿El tío les
trajo qué…? mis hijos, acompañarte? –pregunté, sorprendida y dudando sobre lo
que me decía.
–¡Sí, Tía Ani! ¡Dale! Dejalos. Quedamos de acuerdo en la semana
–aclaró, sorprendiéndome, aún más–. Sabíamos que el tío lo traería –reforzó–.
Mamá dice que dormiremos en casa; ya preparó el dormitorio.
–Astuta jugada de
Liana –susurré.
Mis hijos bajaron para acompañar a Bruno, y lo hicieron con
tanta premura que el tiempo simuló no transcurrir.
Cuando cerraron la puerta,
casi sin despedirse, volví al asiento para continuar viendo la película.
Estaba
tranquila; en definitiva Liana vive en la casa de al lado.
A las nueve y veinte
decidí que era mejor darme una ducha, lógicamente no tan caliente.
Puse el
sistema de cable en grabación y me dirigí al baño.
Al salir me coloqué la parte
superior del pijama, adecuadamente larga, como único abrigo.
Regresé al living,
el reloj marcaba la hora nueve y cuarenta.
Antes de impulsar el play del
decodificador grabador, creí necesario, a decir verdad indispensable, llamar a
la casa de comidas que pertenece al padre de Liana; que es el padre de mi
esposo; mi suegro en definitiva.
–Una pizza especial, y un agua con gas de medio
litro don Carlos. Otra cosa, acabo de bañarme y no puedo retirar el pedido. Le
ruego que uno de los chicos me lo acerque hasta casa. ¡Por favor!
Don Carlos
aceptó de buena manera las indicaciones.
–No quiero que me regale la pizza
–acoté, a sabiendas de que no querría cobrármela–. Esta vez la pago, sí o sí.
–Ya te la envío, Danille, no te preocupes –contestó, amable como siempre.
Esperaría el pedido, comería la pizza, terminaría de ver la película y luego me
acostaría, simulando dormir.
A las diez, el sonido del timbre anticipó la
entrega del pedido.
Por tercera vez me incorporé para caminar hacia la puerta, y
cuando la abrí me sorprendió ver a Linel.
–Pero… ¡Qué sorpresa, Linel! ¿Cuándo
regresaste? –pregunté, exteriorizando mi alegría al verlo después de tantos
años–. ¿Anael sabe que regresaste? A mí no me dijo nada… ¿Cuándo regresaste?
–repitiendo mí pregunta–. Liana tampoco me dijo nada.
Aturdido por mi
palabrerío, Linel sonrió, dejó la botella y la caja con la pizza sobre el mueble
del recibidor, pero no se acercó a saludarme, se quedó inmóvil, mirándome.
–Llegué ayer a la noche –dijo Linel–. No estuve mucho tiempo con Liana, pero
Anael lo sabe. Hablé con él esta mañana cuando lo saludé por el cumpleaños –sin
dejar de mirarme–. ¡Raro que no te lo haya dicho! Pero, bueno, Anael es como es
–sonrió–. Me da gusto volver a verte, Ani. Más bonita que cuando me fui.
–Sigues
siendo el mismo –sonreí–. Pero… Liana no me dijo nada sobre tu regreso.
Detenido
en el mismo lugar y sin dejar de mirarme, correspondió:
–¡Qué raro! Compartí con
Liana el almuerzo –se extrañó–. Me comentó que Bruno vendría a buscar a sus
primos para jugar. Traje un videojuego.
–¡Ah! ¡Sí! –recapacité–. Bruno vino
recién y me dijo lo del videojuego. Se fue con mis hijos. Pero todo esto sí que
me suena raro –argumenté–, Bueno. Ya tendremos oportunidad de hablar
–condescendí, intentando concluir la conversación–. Le dije a tu padre que me
cobrara. ¿Cuánto debo?
–Son setenta pesos –dijo, aunque no dejaba de mirarme,
actitud que me perturbaba–. Papá dijo que me des cambio, pero no te hagas
problema si no tienes, Ani. El viejo dice que todo el mundo paga con billetes
grandes.
–¡Está bien, Linel! –contesté–. En la cocina dejé la cartera. Ahí tengo
cambio. Esperá un segundo que voy a buscar el dinero.
–¡Ok, Ani! –asintió.
Sus
ojos parecían haberse posesionado en mi cuerpo, aunque consideré que mis curvas,
alejadas del perfil que ostentaban en la época del secundario, no eran
suficiente motivo para que me mirara de esa manera.
Regresé de la cocina con el
dinero en la mano, y Linel no sólo me miraba, sino que la sonrisa del inicio
había mutado a perspicaz.
–¡Perdoname Linel! –dije, intentando saber por qué me
miraba de esa manera–, pero me intimidas con tu mirada. No sé qué la motiva,
pero de verdad que me molesta.
–Solía mirarte así cuando estabas en el
secundario, antes de que eligieras a mi hermano, ¿lo recuerdas, Ani? –replicó,
evitando confesar el motivo de su mirada.
–¡Sí! Eras un joven con los ímpetus
exaltados –recordé–. Pura energía y pasión, como decía tu hermana.
–¿Eso decía
Liana? –No sólo eso, se reía cuando me contaba de tus peleas con Anael. Liana
aseguraba que le gritabas que era un… bueno, eso… Porque sabía que no estaba
enamorado, y que sólo me usaba para hacer… Bueno, eso que pasó.
–Una verdad del
ideal platónico –suspiró Linel–. A pesar de todos estos años aún siento lo mismo
de entonces.
–Espero que todo sea una broma, y que lo que acabas de decir no sea
verdad –dije, nerviosa por el tenor de sus palabras–. Ahora, quiero que me digas
por qué me miras así.
–¡Ani! –exclamó Linel, renovando su suspiro–. ¡Pido
perdón! Sólo que…
–¡Sí! ¿Qué? –pregunté. –No lo tomes a mal –volvió a suspirar–,
pero tu pijama se ha enganchado en la parte superior, y como no tienes otra cosa
puesta –dijo, revelando el porqué de su pícara mirada–. Intenté decírtelo pero
imaginé que me pagarías y regresaría rápido a la pizzería… ¡Ruego que me
perdones!
–¡Qué! –exclamé horrorizada, mientras mis manos corroboraban sus
palabras–. ¡Por Dios! –repetí la exclamación–. ¡Tenés razón! ¡Qué vergüenza!
–mientras intentaba cubrirme con la manta–. Es que salí del baño, me coloqué la
remera del pijama, y como el ambiente está bien cálido… ¡No me di cuenta!
–¡Está
todo bien, Ani! –Linel intentó calmar mi agitación–. No te preocupes, soy yo el
irresponsable. Debí dejar la caja, la botella, y cerrar la puerta, pero…
–Pero,
¿qué? –pregunté, presumiendo que deseaba ampliar su disculpa.
–Que no renuncié a
mirarte –respondió con serenidad, iluminando su sonrisa–. Te conocí bella y
sigues siéndolo.
–¡Bueno! ¡Vaya! –esbocé, tartamudeando–. Veo que tu repertorio
no acaba. Más ahora que me has visto desnuda.
–¡No te preocupes, Ani! –intentó
acercase.
–¡No lo hagas! –grité, logrando que se detuviera–. Soy una mujer
casada; tú cuñada en realidad; y para colmo de males estoy desnuda. Pero como
eres un hombre de bien debes marcharte.
–¡No te preocupes, Ani! Esto queda entre
nosotros –reforzó su sonrisa–. Quedate así si lo prefieres; acá hace calor y
como imaginarás no eres la primera mujer desnuda que veo. Disfruta de la pizza
que ya me voy.
–Menos mal que Anael no está –articulé.
–La verdad, Ani –dijo
Linel, dándose vuelta, antes de salir–. Me calienta tres millones de pepinos
saber si mi hermano está o no en la casa. ¡Sigue siendo un pelotudo! Prefiere
acostarse con la primera puta que encuentra, y te desprecia. ¡Es un reverendo
pelotudo!
–¡No lo insultes! Anael es mi esposo –afirmé.
–¡Sí! Ya sé que es tu
esposo. –¡Bueno! –volví a tartamudear–. No digas nada más. Lo que dices está
fuera de toda lógica, Linel. Soy la esposa de tu hermano, y si él te escucha te
mata.
Ofuscada, me di vuelta para dejar la cartera en la cocina.
Sin embargo,
sacudida por lo que había sucedido, sentí que un impulso desconocido me obligaba
a decirle a Linel que se quedara.
Me contuve, y cuando escuché que la puerta de
calle se cerraba retorné al living.
Aun conmocionada por mis oscuros
pensamientos, no me sorprendió ver a Linel parado al lado del sillón.
Volvió a
mirarme, y sin que pudiera impedirlo comenzó a desvestirse.
Empecé a temblar, de
pies a cabeza porque sabía, sin saber, lo que iba a suceder.
Cuando Linel
terminó de desnudarse, los oscuros pensamientos se desarrollaron, liberándome.
–Creo haberte dicho que es suficiente –dije, aunque mi interior clamaba para que
no me escuchara–. ¡Por favor!
Linel no contestó.
Mis ojos, entonces, se
concentraron en su cuerpo y, al hacerlo me convencí que era la primera vez que
observaba a un hombre desnudo.
Presa de los oscuros pensamientos, un deseo
diferente a los conocidos expandió mi corazón de mujer.
Avidez que se transformó
en ardor cuando Linel comenzó a acariciarme.
Debo decirle, señor Amado, y estoy
plenamente convencida de ello, que fue el primer hombre con el cual me sentí
mujer.
Una, que hasta ese momento había permanecido oculta y olvidada.
Su
atrevimiento reconcilió mi cuerpo con la pasión.
Un fogoso elemento carnal que
aisló de mi mente la ausencia de Anael y, por supuesto, a las fotografías que
había dejado caer hacia el piso.
Por primera vez, de todas mis primeras veces,
todo, absolutamente, se convirtió en un desquiciado relámpago del pasado.
En la
casa regalada, Linel, como hombre, vigorizaba mi femineidad.
En sus brazos no me
sentía una mujer oculta, mucho menos olvidada.
Mi piel era una badana de seda
que me permitía deslizarme sobre su cuerpo, para gozar lo que por tantos años la
vida me había impedido gozar.
Nada me importó que alguien escuchara mis gritos
porque me sentía una mujer plena, y liberada por mis fantasías.
Una mujer
viviendo un intenso y maravilloso éxtasis.
El hombre a quien había entregado mi
pasión, relegaba la omisión instaurada por Anael rasgando con sus manos y su
cuerpo, la virginidad de lo indeseable; reparando mis principios en la castidad
desenfrenada por la excitación.
Sumida en él me sentí oscura, sucia, y
exquisitamente hermosa; disfrutando del acto sucio y divino que mi cuerpo
merecía disfrutar.
De eso precisamente se trataba lo prohibido que cuchicheaban
las monjas en la escuela; un acto mágico, etéreo, sutil, y delicado. Algo
indebido que sólo podía ser conculcado por un hombre como Linel; llevando mi
cuerpo hacia el maléfico éxtasis que liberaba la tentación pretendida por el
opuesto a Dios.
Esa noche, unida al cuerpo de Linel, vulneré la indignidad de la
inmoralidad; liberándome de los preceptos religiosos, y de toda la inmundicia
que la sociedad trataba de infundir como correcto.
–¿Qué hicimos…? Linel?
–pregunté después, cuando mi cuerpo se serenó.
–¡Qué eres hermosa! –exclamó–.
¡Una mujer maravillosa! –renovando sus besos, mientras sus manos hendían mis
temores, soterraban los prejuicios, y olvidaban los olvidos.
Cuando Linel se
dejó caer en el sillón, definitivamente redimida me contuve a su lado; coloqué
mi cabeza sobre sus piernas, y el dejó que sus manos recorrieran mi cuerpo.
Media hora después, la luna del pueblo natal se posesionó, llevando a mi sangre
hacia una marea inolvidable.
Nada importó más que el desahogo al que me llevaba
Linel.
Cuando la impetuosa sonata concluyó, Linel se incorporó, levantó la ropa
que había quedado desparramada al lado de la entrada, se vistió sin decir una
palabra, me besó en la boca, y se marchó.
Los setenta pesos quedaron en la mesa
del recibidor.
Aún convulsionada e intensamente satisfecha, acomodé la parte
superior del pijama sobre el sillón, y me quedé sentada sobre el mismo, desnuda
frente al televisor.
El hogar a leñas trepidaba; sentí frío y me cubrí con la
manta.
La tela se había impregnado con el aroma de Linel; en realidad, todo en
mí olía a él.
Admitiendo que lo indecente me dolía decidí, axiomática, comer la
pizza aunque estaba fría.
Con la porción en la boca reinicié el programa, y
terminé de ver la película; incluso lloré y agradecí que concluyera con el beso
de los protagonistas.
Antes de ir a dormir volví a ducharme.
No escuché llegar a
Anael, pero me sacudieron sus gritos a la mañana, cuando comprobó que estaba
desnuda.
–¡Estás desnuda, Ani! –dijo, preocupado, nervioso, y asustado–. ¿Qué
pasa, Ani…? porqué estas así?
–¡No pasa nada! –contesté, semidormida–. ¡No pasa
nada! Es que anoche lo hice con tu hermano y como no quise vestirme, me dormí
así… Desnuda… Pero nada raro… ¡No te preocupes, que no pasa nada!
–¿Qué cosa
dices…? Ani? –preguntó, nervioso y asustado.
–¡Qué anoche lo hice con tu
hermano! –exclamé–. ¿Qué cosa no entendiste?
Anael me miró desconcertado.
No
sólo estaba nervioso, sino estupefacto.
–¿Linel? –preguntó–. ¿Dices que mi
hermano te…? a vos? –sumido en sus interrogantes.
–¡No te preocupes! –respondí,
aun semidormida–. No tiene por qué preocuparte lo que hice. Nadie lo sabe, pero
si no bajas la voz te van a escuchar…
–¿Pero…? qué cosa hiciste anoche?
–preguntó Anael, definitivamente alterado.
–Lo mismo que hiciste vos con la puta
de Lorei… ¿Acaso…? vas a negar que anoche te encamaste con ella?
Anael se quedó
en silencio, mirándome.
Salí de la cama, me coloqué el pantalón y la remera del
pijama que aún olía a Linel; finalmente dirigí mis pasos hacia la cocina,
dispuesta a desayunar.
No sopesé sobre el efecto de mi irónica respuesta; aunque
lo evidencié mientras me dirigía a la cocina.
Anael ya no estaba en el
dormitorio, sino en el living, sentado en el sillón.
Levantó su cabeza al verme
pasar, y volvió a mirarme sin decir una sola palabra. Sostenía, en sus manos,
las fotografías que me había entregado su hermana.
En silencio ingresé en la
cocina, y me dediqué a llevar las tazas para el desayuno.
Imaginé que
hablaríamos un largo rato sobre lo sucedido, y por ese motivo lo llamé.
–¿Vas a
venir o no? –pregunté–. Tenemos que decidir si vamos a almorzar a la casa de tus
padres, o a la de los míos –casi a los gritos.
No hubo lugar para una respuesta.
Sólo el sonido, violento e inesperado, de un disparo.
Las tazas resbalaron de
mis manos y cayeron abruptamente sobre el piso.
Desesperada corrí hacia el
living.
El Colt Anaconda 44 que Anael le había pedido a su padre para las
prácticas de tiro, estaba en el piso del living, a lado del sillón, junto a las
fotografías.
Intenté gritar, pero fue inútil.
Sólo el sol me acompañaba;
intentando penetrar a través del amplio ventanal de la sala de estar.
Anael
estaba sobre el sillón, con la cabeza apoyada en una desliada mancha roja.
Lo
miré y su sangre me pareció oscura; tan oscura como la mía, que ahogada en el
desengaño…
Nunca más podría evadir la inexistencia.
Entresijos…
–¿Historia?
Así
sucedió, sin una coma o un punto de más.
–¿Amor?
No sé, en realidad nunca supe
si fue amor lo que nos unió. Creo que nunca lo sabré. Sí puedo decirle, que
desde ese día las palabras no concurren a mi vida. Por ese motivo no sé decirle
cuál es el verbo que define lo que siento.
–¿Lorei?
No sé lo que ha sido de su
vida.
–¿Linel?
Me acompañó durante el sepelio, y dos días después regresó a
España.
–¿Liana?
Sigue siendo mi mejor amiga.
–¡Debes seguir con tu vida! –suele
decirme, entremezclando lágrimas, consejos, y un dejo de melancolía al haber
prometido olvidar los insultos–. Tienes hijos que proteger, y lo de Anael no ha
sido culpa tuya. –¿Hijos? Ian viaja el próximo mes a Inglaterra para cursar una
maestría; Sofi sólo dispone de tiempo para su fiesta de casamiento; mientras
Isis imagina al mundo como un edén platónico, y a su novio de la secundaria como
único fundamento.
–¿Danille?
Sigo siendo una mujer sucia y pecaminosa;
definitivamente sumida por el deseo. Una insana ambición que me obliga a unirme
a lo prohibido, libertina y perversa, en la indignidad que honra a la vida.
–¿Vida?
A veces asumo que no admite mi substancia; en definitiva, porque vivo en
un mundo imperfecto que no respeta el íntimo pacto de mi existencia. Un contrato
firmado por una mujer sublimada, y rubricado por la sociedad pacata, inmoral,
timorata y medrosa, que anida en la República Argentina.
–¿Fotografías? Las dejé
al costado del cuerpo de Anael, junto al revolver.
Desenlace…
Novena hora de la
tarde.
El interior de la confitería, idílico lugar del hotel que recuerda a la
Villa Antarell de antaño, rememora la existencia del General Reutter, cuando
desandaba con una sola mano la prepotencia de un caudillo supuestamente federal.
En el booth, lejos del revisionismo y ensimismada en el vapor, la taza de té
deja escapar su calor.
–He olvidado disfrutar del sabor –imagino, mientras
Danille se incorpora.
–Señor Amado, ¿qué le sugiere mi experiencia? –pregunta, a
efectos de confirmar que he prestado atención a su relato.
–Le agradezco que nos
permita compartirla –contesto, correspondiendo a su deferencia.
Danille se
coloca la gruesa campera de lana y me mira con suficiencia; luego dibuja una
sonrisa rogando a los asistentes para que se acerquen al booth.
Se despide con
cortesía de cada uno de ellos, y luego corre la taza de té, definitivamente
fría, para suspirar, entrecortando otro suspiro.
Antes de abandonar el booth, se
acerca para besarme en la mejilla.
La observo caminar hacia la salida, y me
conjuro como un Ser perturbado.
Liana la aguarda en un automóvil estacionado
sobre la vereda del hotel, y levanta la mano al comprobar que la observo.
Deslumbrante, el vehículo se pierde por la calle Antarina rumbo a la avenida
General Reutter. Lejana y paralela a La Explanada.
Consumación…
Novena hora de
la tarde.
Fin de una jornada desapacible en la ciudad.
Viento frío, más aún
sobre el insigne cauce.
En la Villa Antarell donde a veces, los momentos son
veces que desgranan a las veces, para que el viento frío incremente su
velocidad.
Conmocionado me levanto y saludo a mis asistentes.
–No vemos mañana a
las cinco –confirmo, fragmentando sus pensamientos.
Luego, dejo que la puerta se
cierre, y me dirijo a la cochera del hotel.
Ignoro que en la penumbra del
subsuelo, sólo me aguarda la soledad.
...
Nota:
Amado Río de la Vagitrante, es el recopilador -ficticio- de estas historias.
Villa Antarell, es la ciudad -ficticia- que resguarda las historias del autor de "Historias Blancas, sobre el Rojo Profundo"